lunes, 1 de agosto de 2011

Continuidad de los parques - Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

miércoles, 27 de julio de 2011

Naufragio - Ana María Shua


¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

martes, 26 de julio de 2011

El traje nuevo del Emperador - Hans Christian Andersen


Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

viernes, 22 de julio de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

El Ruiseñor y la Rosa - Óscar Wilde


-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el

huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedo dormido.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la cogió.

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.

Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

La muerte en la calle - José Félix Fuenmayor


Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no.

Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.

Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa. Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres, nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.

También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. Será ¿"lejos? Sí. Es "lejos". Es que ya tenía olvidada la palabra.

Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como solo les pido muy de tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Échese ahí tres centavos, o cinco, o siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo, revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dio el don del orden.

A veces es más de diez, porque cojo a un caballerazo en un momento así, y entonces puede haber para el almuerzo y hasta para la comida. Pero eso de almuerzo y comida no me importa mucho. Mi mala costumbre, que no he podido quitármela, es el desayuno. Otra que sí me quité, era que toda la plata me la acababa inventando cosas; y eso noté que me perjudicaba la salud y me estorbaba para caminar. Entonces dejé la mala costumbre, y lo que me quedaba lo guardaba para el otro día. Pero aunque tuviera algo guardado yo no dejaba de hacer mi trabajo de caminar. Naturalmente, mientras me duraba el guardado y yo no pedía nada; y si entretanto me cruzaba con algún caballerazo a quien le tocaba, lo saludaba y seguía de largo porque su turno quedaba aplazado.

Una vez tuve un problema de mucha plata. Llegué por la nochecita a la casa de un caballerazo a quien le tocaba y lo encontré en la terraza, donde estaba en reunión con mujeres y todo. Le dije: "Caballerazo, échese ahí tres, o cinco, o siete, o diez". Entonces otro caballerazo que estaba allí sentado se levantó y se me puso al frente y me dijo que repitiera lo que había dicho. Yo repetí. Me dijo que le explicara lo que yo quería decir con eso, y yo le expliqué, largo. Porque a mí me gusta hablar de las cosas mías y es de lo único de que hablo; porque en mis cosas veía siempre la mano de Dios. Cuando me encuentro a una persona que le pone interés a mis asuntos, hablo; pero es muy raro que la encuentre, como aquel caballerazo. Entonces me la paso callado. A mí me ven pasar, como mudo, y la gente pensará que a mí no me gusta hablar; pero no es así, es lo contrario, porque yo estoy siempre hablando, hablando conmigo mismo. Bueno: y aquel caballerazo me tendió delante de los ojos cinco pesos. Yo le veía el billetón en la mano. "Caballerazo, es de quinientos" le dije, para que se fijara, si era que se había equivocado. "Sí, tómalo" me dijo. Lo cogí, qué caray, y me despedí.

Esta es la voluntad de Dios, pensaba yo, caminando; él me dirá lo que me corresponda hacer. Dos días, o tres, o cuatro, o cinco, tardó en llegarme la iluminación. Y entonces, lo hice: envolví el billete en un papelito y lo amarré al fondo de la mochila. Ahí está, desde entonces; para que cuando yo me muera el que me recoja lo encuentre y sea suyo. Dios le guiará la mano para que dé con él, como premio de su buena acción.

Una cosa rara, que me haya sentado aquí, cuando yo sigo siempre en viaje liso. Y acabo de fijarme que sólo he traído tres periódicos en vez de los cuatro que deben ser. Nada de esto me había sucedido nunca. Y viendo eso me quedo aquí sentado en lugar de devolverme a buscar el que me falta. Dios mío. Tú debes saber lo que me está pasando; me está pasando algo malo, pero Tú haces tu voluntad. Ahora tengo la preocupación de mi mala costumbre de abrir dos periódicos en el suelo y echarme encima dos también; porque solo traje tres, y ahora no sé si convenga más dos arriba y uno abajo que dos abajo y uno arriba. Dios mío, líbrame de esta preocupación, porque me siento sin ganas de devolverme a buscar el que me falta.

Hace tiempo tenía yo una manta. Dios me hizo ese milagro, porque me condujo a pasar por una casa en el momento en que un hombre en la puerta decía, y yo lo oí: "Llévese eso y bótelo". Miré, y vi la manta. Y le dije al hombre: "Qué tal caballerazo; échesela acá si va a botarla"; y el hombre me la dio.

Aquel fue un buen tiempo. Comenzó cuando yo estaba ya cansado de pedir alojo, hoy aquí, mañana allá, porque no me lo daban más que una vez. Yo solo pedía que me dejaran dormir en la cocina o bajo alguna enramadita, o en cualquier parte del patio; en cualquier parte que no fuera la calle, en un sardinel, como estoy ahora; porque yo tengo mis gustos y hay dos cosas que no paso: ni dormir en un sardinel, en la calle, ni pedir comida: Siempre me contestaban con mala cara, lo mismo cuando me decían sí que cuando me decían no. A veces tenía que rogar el favor en dos o tres o cuatro o cinco casas antes de conseguirlo. Y un día que pedí permiso para ir atrás en un patio por una necesidad, vi un hoyo en el suelo que quién sabe si lo habían hecho puercos o lo cavó algún perro. Lo medí con el ojo y lo encontré de mi largo y ancho, y bien seco estaba. Miré para la casa, y lo tapaba la cocina. Miré derecho para la calle, y había un portillo en la cerca. De una vez lo pensé. Y en seguida fui a hablar con la gente de aquella casa y expliqué mi asunto: que yo siempre llegaba a acostarme muy tarde cuando todos están durmiendo; y salía muy temprano, cuando nadie se había levantado; y allí estaba el portillo para entrar y salir sin que sintieran; y como no iba a molestar a nadie, que me dejaran dormir en el hoyo del patio que no se veía desde la casa porque lo tapaba la cocina: todo bien explicado. Aquella gente era buena y me lo permitió.

La primera noche, cuando me metí en el hoyo creí que el frío de la tierra no iba a dejarme pegar los ojos. Pero Dios me ayudó, porque después de rato ya estuve en calorcito. Lo mismo siguió pasándome todas las noches.

Una noche, cuando menos lo pensaba, me cayó un aguacero; pero fue ya a la madrugada, casi cuando iba a levantarme, y me salí y me sequé con la brisa, caminando. Y mientras andaba se me presentó en la cabeza un pedazo de cerca con una lámina de zinc que quedaba a tres, cuatro, o cinco o seis o siete pasos del hoyo. Esa misma noche aflojé la lámina, la quité y la puse de tapa al hoyo; y por la mañana la volví a su sitio; y nadie se dio cuenta, y así seguí haciendo; y ya podía llover. Esa idea del zinc no me vino de Dios, porque El es bueno, y aquello de usar la lámina sin autorización era cosa que no debí hacer, cosa mala. La idea me vino de la lluvia, que no es ni buena ni mala; pero tapar el hoyo era bueno. Como fuera, Dios me lo perdonó; porque al otro día del zinc, me mandó la manta.

Aquel buen tiempo duró hasta que los muchachos me descubrieron. Yo digo que los perros son buenos y los muchachos son malos. Esto quiere decir que yo no he conocido muchacho bueno ni perro malo. Pero seguramente Dios ha hecho de todo.

A mí ningún perro me ha molestado. Y algunos me siguen, desean vivir conmigo, eso muy claro se los comprendo. Ellos no buscan mi comida sino mi compañía, porque bien saben que yo no tengo comida porque demás que pueden oler mi mochila. Viene uno y me ve. Se estira, alzando la cabeza; luego se afloja, se me va poniendo detrás y continúa adelantando hasta que marcha a mi lado acomodando su pasito brincado al mío suave y largo. Así voy con él, vamos juntos, mirándonos. El bate y bate más y más su esperanza con la cola. Hasta que yo le doy la última mirada y muevo la cabeza pensando: no puedo vivir contigo caballerazo perro. Y él me entiende; y con pasito más brincado y más triste, se aleja.

Qué pasaría hoy con aquel perro. Eso tengo que averiguarlo.

Los muchachos con quienes yo me he estado cruzando, son malos. Hablan sucio y feo. Y se fijan en uno, y le tiran piedras y le gritan apodos. Si es uno solo, yo sé que se hace el que no me ve, pero me está preparando y buscando ocasión. Si son dos, o tres, o cuatro, o cinco mi peligro es mayor porque entonces se descaran, juntos pierden el miedo y cada uno quiere ganarse en maldad a los otros. A mí me parece que cuando están así, también les sale rabo pero no de perro bueno sino de Malino que se los pone y por eso no puede vérselo el que está con Dios.

Verdad que yo sé que con mi flacura cada día se me ha ido saliendo el esqueleto más y más para afuera, y esto es bueno de ver para los muchachos que no están con Dios. También les gustarán mis pantalones rotos, tal como se han roto, porque yo no los remiendo, remangados en mis canillitas, sobre mis zapatos que yo los abro bastante en la punta para que los dedos de mis pies tomen aire y no críen mal olor. Y tal vez lo que más les pica son mis patillitas que de una vez crecieron y ahí me las he dejado y no son más que unos pelitos ralos y larguitos, un poco monos, pero, eso sí, suaves como de seda, y por eso estoy siempre pasándome la mano por la cara.

Todo eso lo sé yo. Pero me defiendo. Y un modo es que no les huyo y si me gritan, no es conmigo. Y tampoco les doy tiempo ni lugar para que me pongan ningún apodo que se me quede pegado, porque nunca me ven achantado ni dando vueltas por esos sitios que hay donde se amontona gente, que unos vienen y van y se ve que están como en ocupaciones y diligencias; y otros parece que algún viento los hubiera tirado allí para nada o que creo que están esperando que el mismo viento que allí los echó les lleve algo, y no saben qué. Yo nunca estoy por esos sitios. Yo camino en busca de mis caballerazos; y después que los encuentro sigo caminando, caminando.

Otro modo de defenderme es que si un muchacho viene o va por delante de mí o lo siento que anda por detrás de mí, yo estoy arisco y vigilante para sacarle el cuerpo a la piedra. Si no fuera por eso, quién sabe cuántas veces ya me hubieran roto la cabeza de una pedrada.

Y lo que me hicieron los muchachos en mi hoyo de dormir, no es que yo no hubiera tomado precauciones. Es que no sé cómo me descubrieron los muchachos. Eso, no he podido averiguarlo. Pero una noche sentí puyitas por el cuerpo, y era cadillo que me echaron en el fondo del hoyo. Otra noche, seguido, me enronché porque me pusieron pringamosa. Y la última noche, seguido también, cuando abrí la manta me ensucié todo de porquería. Había tanta que comprendí que no era obra de un solo muchacho.

Me salí del hoyo y me limpié con tierra, bien restregado. Pensaba: Por qué habrán hecho esto conmigo. Pero Dios lo había permitido.

Está visto que las cosas malas que a uno le pasan, son buenas por otro lado que uno no llega a conocer sino después, cuando es su momento. Es lo que siempre sucede.

Y aquella noche me dije que no iba a dormir. Puse la lámina de zinc en su puesto de la cerca y salí por el portillo. La manta, la dejé; yo pude habérmela llevado y lavarla, pero se las dejé allí.

Caminé, caminé, como si fuera de día. Seguía derecho, no doblaba por ninguna esquina, sino derecho. Y después vi que ese era el camino. Ya estaba en las afueras cuando paré. Y allí mismo la vi: mi cuevita, la que desde ese momento iba a ser mi casa. Entré, agachándome. Daba media vuelta y hacía como sala y cuarto. De una vez me acosté. Y cuando ya no estaba despierto pero tampoco me había dormido, Dios me dio la idea de los periódicos, y yo ayudé, pensando: deben ser cuatro: dos en el suelo y dos como sábana.

Desde entonces estoy mejor, como nunca. En mi casa puede llover lo que quiera llover, y no me mojo, y sin tener que tapar nada con zinc. Y por allá no he visto a ningún muchacho.

Aquí llevo mis diez para mañana. Mi botella de agua está llena. Si mi mamá me ve desde la otra vida estará contenta de que a su hijo no le falte nada. Lo único ahora es el periódico; pero eso ya no importa porque he resuelto poner uno solo en el suelo y arroparme con dos, y ya se me acabó esa preocupación. También si mi tío lo supiera le gustaría conocer que, si no fui zapatero, busqué en cambio mi propio camino y en él no paso necesidades.

Una cosa que yo he debido averiguar es que nunca he sabido quien fue mi papá. Pero como no me lo decían, pensé que era que no debía saberlo, y por eso no lo averigüé.

Mi mamá trabajaba mucho. Todo era lavar ella; ella coser, ella, planchar; ella, cocinar. No me dejaba que le ayudara. Me decía: Tú no sabes de eso, anda a jugar. Y yo jugaba en el patio, que era chiquito, pero podía correr de una punta a otra y me gustaba clavar un palo en el suelo y saltar por encima. Y yo a veces no tenía ganas de jugar, pero jugaba para que mi mamá viera, porque a ella le gustaba mucho verme jugar.

Un día mi tío se fue a vivir con nosotros. Mi mamá me dijo: Este es tu tío. Era él muy ancho. Yo lo veía por detrás y me parecía que no tenía cabeza, o que su cabeza no era cabeza. Mi mamá nos ponía la mesa con mantel. Los dos no más nos sentábamos, porque ella iba y venía, seguía trabajando. Mi tío, cuando acababa su comida hacía pedacitos de bollo, los pasaba por el plato y se los comía. Le decía a mi madre que eso era para que le fuera más fácil lavar el plato. Haz tú lo mismo, me decía, y así ayudas a tu madre. Yo lo hacía, por obedecerle; pero no me gusta hacer eso.

Toda aquella comida la tengo olvidada, ya no es nada para mí. De lo que me acuerdo es de aquellas tajaditas de plátano maduro que mi mamá me dejaba coger cuando las estaba friendo. Después, cuando estaban sobre la mesa en un plato, ya no me gustaban tanto como cuando las comía cerquita a mi mamá, en la cocina.

Un día murió mi mamá. Yo comencé a llorar; pero mi tío me cogió por un brazo, me sacó al patio y señalándome un rincón me dijo: Siéntate ahí, y nada de llorar, porque los hombres no lloran.

Mi tío se hizo cargo de todo. Me dijo: Hay que venderlo todo: este es un deber que yo tengo que cumplir.

Y otro día, cerró la casa. Coge eso y vamos, me dijo. Yo alcé un saco grande, uno mediano y uno pequeño y seguí detrás de él. Llegamos a un buque. Me quitó los sacos y no me dejó subir. Te puedes caer, me dijo, espérame aquí. Tardó mucho y al fin volvió con un bultico en la mano. "Ya no tienes a tu madre ni a tu tío, me dijo; ahora vas a hacerte hombre y debes asegurar tu porvenir. Yo quiero que seas zapatero. Es un oficio honorable y produce mucho dinero. No se dirá que yo te abandoné a tu suerte, aunque eso es lo que Dios quiere, que cada cual busque su propio camino. Aquí te doy esto, con lo cual puedes empezar la zapatería". Me entregó el bultico y se volvió al buque.

Comenzaron a soltar los cabos; y yo, parado en la orilla, esperaba que mi tío se asomara para gritarle: Adiós, tío. El buque se abrió en el agua, respirando fuerte, y comenzó a irse. Se iba el buque, yo esperaba, pensaba que era mejor que mi tío no se asomara sino cuando fuera bien lejos, para que entonces lo alcanzara allá mi grito de adiós, porque me parecía que dar un grito desde la orilla hasta un buque muy distante, era como soltar un pájaro que sigue volando hasta después que uno ya no lo ve. Pero mi tío no se asomó.

Cuando recibí el bultico noté que era pesado. Anduve un buen rato con él sin desenvolverlo. Aunque no imaginaba lo que pudiera ser, no estaba curioso por saberlo. O tal vez sí sentía mucha curiosidad y por lo mismo demoraba en abrirlo. O era que sin darme cuenta, yo lo tenía sabido, porque mi tío me lo había dicho: lo que yo llevaba en la mano era mi zapatería.

Al fin me senté en un sardinel, como estoy ahora, y quité el papel y vi: era una horma de zapatero. Claro, tenía que ser una cosa de zapatería. Y lo mejor que se me ocurrió fue ir a buscar un zapatero. Seguramente era eso lo que mi tío había pensado que yo haría: que, con la horma, yo encontrara un zapatero que me hiciera socio de su zapatería.

Fui donde uno y le tendí el bultico, sin decir nada. El zapatero me miró a la cara. Qué traes ahí, me dijo; y cogió el bultico y lo desenvolvió. Esta es una horma izquierda, dijo; dónde está la derecha. Yo no entendí y no supe qué contestar. El volvió a mirarme a la cara; y agarrando con una sola mano el papel suelto y la horma desenvuelta, los tiró al suelo y me dijo: Eso no sirve, y ahora vete. Yo me fui, rápido, sin atreverme a recoger el papel y la horma; y ya andando en la calle comprendí que mi tío se había equivocado y no se fijó; pero yo le agradecí su buena voluntad aunque se hubiera equivocado. Y cuando Dios permitió que eso pasara es porque no quería que yo fuera zapatero.

Entonces vi grandes las palabras que me había dicho mi tío: ahora no tienes ni a tu mamá ni a tu tío. Me puse a mirar por todas partes y vi que tampoco tenía ya ni mi mesa para comer ni mi patio para jugar. Yo pensaba: algo se puede encontrar en el mundo. Yo no conocía la gente ni las calles. Me miré yo mismo para adentro y pensé: yo no puedo quedarme con la gente porque cada una es de otra y yo perdí la mía, entonces, la parte que me queda del mundo son las calles; por las calles es por donde puedo buscar mi propio camino, que es lo que Dios quiere, como me dijo mi tío.

La manera como Dios lo conduce a uno, yo la conocí: es con riendas. Lo mejor es no resabiarse y dejar uno que le apriete bien justo el freno pues así va uno más seguro porque siente los tironcitos por pequeños que sean, que Dios le dé. Por eso yo sentí el que me dio un día que yo me iba a ser hombre de pala para coger arena; y enseguida dejé la pala. Otros me ha dado y también los he sentido. Pero cuando voy por la calle, caminando, me deja suelto, porque ese es mi camino y ahí no necesito tironcitos y entonces parece que ni freno llevara puesto.

Hay un peligro, que yo lo tuve, y es el misterio de la mujer. Yo me dije: eso tengo que averiguarlo: Y me puse a fijarme en las mujeres; pero el misterio no se me resolvía con cualquier mujer en que me fijara. Un día vi a una que estaba sentada y se me pareció a mi mamá; pero se levantó y ya no se parecía. Otra vez me iba delante una mujer que en el bulto y en los movimientos era como mi mamá; eso veía yo; pero cuando me la pasé y le vi la cara, se fue el parecido. Me sucedió también que yo iba distraído y de pronto oí la voz de mi mamá; alcé la cabeza y vi unas mujeres que iban hablando, pero la voz de mi mamá no volvió.

Entonces, yo me puse a pensar que mi mamá estaba como repartida en pedazos, y también en pedacitos, entre otras mujeres. Esto me gustó al principio y yo las seguía disimuladamente y con el misterio dándome vueltas en la cabeza y que a veces comenzaba a regárseme por todo el cuerpo.

Pero, después, me molestaba que una mujer pudiera ser en ninguna cosa como mi mamá. Y entonces ya no les hallé más parecidos. Primero pensaba yo: es que se los estoy negando, porque sí lo tienen. La verdad la vi, al fin, cuando comencé a sentir los tironcitos; esos parecidos no existían y era que el misterio de la mujer me los ponía como trampa. Y ya no quise averiguar más el misterio de la mujer.

Sí, Dios me ha favorecido. Con su protección y ateniendo a las riendas encontré mi propio camino en el mundo. Mi trabajo es caminar, y eso me gusta. El alimento lo consigo con solo decir: Qué tal, caballerazo. Ahora tengo mi casa. Dios me ha librado de toda inquietud.

Y El me ha sentado hoy aquí y no quiere que me levante y camine. Qué raro, aquel perro. ¿No habrá por ahí algún muchacho con una piedra en la mano? No. No hay nadie. No hay más que la calle. Pero la calle comienza a desaparecer, me va dejando. Y el sardinel donde estoy sentado se está alzando como una nube y me lleva en la soledad y el silencio. Ahora veo a mi mamá. Está de pie, a la puerta de la cocina, pero no me ha visto. La llamo: ¿Ya vas a freír las tajaditas de plátano, mamá?